x Claudio Gutierrez
Una de las cuestiones que más debería llamar la atención en la actual coyuntura es la increíble indiferencia con que son recibidas por el país las recurrentes declaraciones del ministro Joaquín Lavín quien repite casi al pie de la letra el doctrinarismo de un Vásquez de Mella y de otros próceres del tradicionalismo español de fines del siglo XIX y comienzos del XX, doctrinarismo cuyo contenido esencial consiste en un explícito rechazo al pluralismo ideológico y a la democracia representativa. Es en base a ese doctrinarismo, (recepcionado y difundido en Chile sobre todo por Osvaldo Lira (s.j.) maestro de Jaime Guzmán e ideólogo de distintos grupos extremistas de derecha-), que el ministro Lavín denosta y niega legitimidad a cualquier intento de práctica democrática, sin que nadie se dé cuenta de ello. Quizás en razón de la nula cultura cívica que nos distingue y de nuestra ideosincracia propensa al servilismo, al acomodo y a la ambigüedad.
Como muestra de ese ideologismo antidemocrático que profesa al ministro Lavín cabe subrayar las declaraciones que el mismo hiciera al día siguiente del paro del 30 de junio recién pasado. En ellas el ministro, en el mismo tenor de siempre, declaró: lo que no “se puede hacer es mezclar las legítimas demandas con exigencias políticas e ideológicas”.
De este modo, -en plena sintonía con el ideologismo tradicionalista que fuera el sustento de la dictadura de Francisco Franco-, el ministro Lavín por enésima vez nos dice que la política no es un ámbito en el que legítimamente podamos incursionar; que tampoco tenemos derecho a profesar visiones de la realidad en su conjunto, es decir, “ideologías”; y que, en fin, a lo más podemos preocuparnos de problemas estrictamente gremiales.
Estos planteamientos de Joaquín Lavín ocultan otras afirmaciones implícitas. A saber, 1)que si bien la política no es un ámbito de preocupaciones que legítimamente incumba pueblo, si lo de las elites (a las que él pertenece), modalidad a través de la cual el ministro defiende la existencia de un régimen político de corte oligárquico, y, en consecuencia, antidemocrático; y 2)que, al menos hoy, las únicas ideologías que legítimamente pueden circular por el espacio público son las de las elites en el poder, a las que, en todo caso, se las presenta como no ideologías, legitimándose así la existencia de un pensamiento único.
Cabe subrayar que esta visión radicalmente antidemocrática, y contraria al más elemental pluralismo ideológico, se sustenta en ciertos supuestos antropológicos que son propios de la ideología tradicionalista. Entre ellos en primer lugar hay que mencionar el supuesto según el cual el pueblo sería incapaz de elevarse al plano político y que, por lo mismo, su existencia y mentalidad discurriría exclusivamente en el plano de lo doméstico (“las cosas concretas”), de donde se deduce que la política no sería ni de su incumbencia ni de su interés. El pueblo sería aún menos capaz de acceder al pensamiento abstracto involucrado en las diversas visiones sobre el deber ser social, todo lo cual, nuevamente, sería privilegio exclusivo de las elites. Incluso más, estas limitaciones del pueblo –y esas capacidades de las elites- corresponderían al “orden natural” de las cosas, el cual, a su vez, representaría el “orden querido por Dios”.
Para este pensamiento si, pese a lo dicho, sectores del pueblo aparecieran en determinadas circunstancias trasgrediendo tales límites, -es decir, ingresando a la política y asumiendo ideologías- ello se debería a la acción conspirativa de soterrados grupos o sectas que le serían ajenas y que invariablemente pretenderían instrumentalizarlo en aras de objetivos perversos y, por tanto, ilegítimos, que la autoridad debería frustrar.
Es dentro esta lógica que la política y la ideología, asumidas por el pueblo, junto con serles ajenas, aparecen teñidas de ilegitimidad. Como se dijo, en estos casos el pueblo –hoy día los estudiantes- serían meros instrumentos de grupos “minoritarios” que pretenderían “instrumentalizar” sus demandas con el fin de alterar el único orden posible, que es el que defienden las elites en el poder. Cuando esta situación alcanza cierta magnitud, sería el deber de la autoridad aplicar la fuerza del Estado. De este modo queda justificada la violencia en contra de los disidentes, siempre criminalizados como “agitadores”, violentistas”, “políticos ideologizados”, etc. Fue precisamente con tal violencia que amenazó el ministro Lavín luego del paro del 30 de junio cuando dijo que ahora, agotado el diálogo ante la emergencia de la política y la ideología en el movimiento estudiantil, la autoridad tenía que poner orden. O sea, reprimir.
Los planteamientos del ministro Lavín arriba expuestos contradicen el constitucionalismo formal de nuestro país, cuya lógica (siempre formal) es la de la democracia representativa. En el plano estrictamente jurídico esos planteamientos del ministro atentan particularmente en contra del capítulo II de la Carta fundamental, que otorga la ciudadanía a todos los chilenos mayores de edad que estén inscritos en los registros electorales. ¿Y qué es la ciudadanía sino el derecho a ser partícipes de la política, a elegir y a ser elegido para los altos cargos estatales y debatir sobre los problemas nacionales desde la particular óptica ideológica que cada uno decida asumir? Esto es lo que precisamente el ministro nos niega.
Lo que, por tanto, el ministro Lavín no reconoce son nuestros derechos ciudadanos. Es decir, nuestro derecho, recogido por la Constitución, a la participación política profesando el pensamiento que cada cual desee. Como él no cree en estos derechos, pues su ideologismo no es otro que el “foráneo” tradicionalismo de Vásquez de Mella (que es también el de la UDI), se escandaliza de que el movimiento universitario en curso tenga un contenido político y que en su seno haya posturas ideológicas. Por eso es que lo que en cualquier país civilizado es considerado como el ejercicio de un indiscutible Derecho Humano, no lo es en éste, que se halla controlado por una oligarquía plutocrática oscurantista y sin alma (cuyos prohombres, como el ministro Lavín, integran en masa el Opus Dei, o en su defecto los Legionarios de Cristo, que siempre han sido críticos de la democracia representativa).
Como una adicional y palmaria muestra del ideologismo antidemocrático que venimos comentando, el ministro Lavín, el viernes primero de julio, inmediatamente después del paro nacional del 30, declaró: “aposté al diálogo hasta que los estudiantes rechazaron todas nuestras propuestas y se radicalizaron con demandas políticas e ideológicas que nada tienen que ver con la educación.” Y agregó: “Los estudiantes se pasaron de la raya al pedir reformas tributarias, Asamblea Constituyente y la nacionalización de las riquezas básicas, entre otras cosas.”
Nada más claro: una vez más para el ideologismo antidemocrático del ministro Lavín, tener “demandas políticas e ideológicas” (es decir, ejercer derechos contemplados en la Constitución) equivale a “pasarse de la raya”. Esa raya, evidentemente, es la que proscribe reservar con exclusividad la política y el pensamiento a la oligarquía dominante. Esa raya, en fin, es la que establece que la política y la ideología son un monopolio exclusivo de la oligarquía plutocrática y de los políticos que gobiernan para ella (y a los cuales financia). Esto es lo que los estudiantes habrían trasgredido al demandar reforma tributaria, nacionalización de las riquezas básicas, etc.
Lo anterior permite ver que el ministro Lavín estaría dispuesto a dialogar con los estudiantes sólo mientras estos se comporten como gremio, pero en ningún caso cuando se asuman como ciudadanos, que es la situación actual. Tal actitud del ministro constituye la materialización práctica del ideologismo tradicionalista de Vásquez de Mella, el cual distingue entre lo que denomina como “soberanía política” de lo que llama “soberanía social”. La primera es el derecho a gobernar, que corresponde en exclusiva a una monarquía que no responde ante nadie, como no sea ante Dios, siendo la encargada de poner en práctica el “bien común”. La segunda –la soberanía social- correspondería a los “cuerpos intermedios”, es decir, a los gremios, quienes podrían preocuparse de sus particulares problemas con plena autonomía, pero sin exceder sus límites corporativos y, por tanto, sin “pasarse de la raya”, o sea, sin tener derecho a intervenir en la política, la cual sería monopolio del Rey. Mantener separados estos dos planos –el social y el político- es vital para Vásquez de Mella. Como lo es también la exclusión del pluralismo ideológico (es decir, excluir a las distintas ideologías, obviamente, menos una: la gobernante, que para Vásquez de Mella era el catolicismo) pues de lo contrario, a su juicio, se destruirían las comunes bases espirituales de la nación, precipitándola al caos y la decadencia.
Este ideologismo, como se ve, niega el concepto de ciudadanía, hallándose, por lo mismo, en las antípodas de la moderna democracia representativa y de su filosofía política, que eleva el derecho a ser ciudadano a la categoría de Derecho Humano. No por casualidad en el documento que prologa a la Constitución francesa de 1791 se denomina Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Contra esta tradición histórica es que se levantó el tradicionalismo, de cuya modalidad española proviene Jaime Guzmán y sus discípulos de la UDI, entre ellos, el ministro Lavín.
¿Quién ha dicho algo en contra del escándalo representado por la negación que, desde las más negras tradiciones reaccionarias, ha hecho el ministro Lavín de las libertades ciudadanas? Nadie, con excepción del actual movimiento universitario, el cual ha hablado a través de su práctica. Él constituye uno de los pocos sujetos (junto a ciertos grupos de trabajadores) que, después de los dos decenios de abyecto sometimiento y alienación que nos han caracterizado como país, se ha atrevido a “pasarse de la raya”, marcando para los restantes chilenos un camino de dignidad y libertad.
Una de las cuestiones que más debería llamar la atención en la actual coyuntura es la increíble indiferencia con que son recibidas por el país las recurrentes declaraciones del ministro Joaquín Lavín quien repite casi al pie de la letra el doctrinarismo de un Vásquez de Mella y de otros próceres del tradicionalismo español de fines del siglo XIX y comienzos del XX, doctrinarismo cuyo contenido esencial consiste en un explícito rechazo al pluralismo ideológico y a la democracia representativa. Es en base a ese doctrinarismo, (recepcionado y difundido en Chile sobre todo por Osvaldo Lira (s.j.) maestro de Jaime Guzmán e ideólogo de distintos grupos extremistas de derecha-), que el ministro Lavín denosta y niega legitimidad a cualquier intento de práctica democrática, sin que nadie se dé cuenta de ello. Quizás en razón de la nula cultura cívica que nos distingue y de nuestra ideosincracia propensa al servilismo, al acomodo y a la ambigüedad.
Como muestra de ese ideologismo antidemocrático que profesa al ministro Lavín cabe subrayar las declaraciones que el mismo hiciera al día siguiente del paro del 30 de junio recién pasado. En ellas el ministro, en el mismo tenor de siempre, declaró: lo que no “se puede hacer es mezclar las legítimas demandas con exigencias políticas e ideológicas”.
De este modo, -en plena sintonía con el ideologismo tradicionalista que fuera el sustento de la dictadura de Francisco Franco-, el ministro Lavín por enésima vez nos dice que la política no es un ámbito en el que legítimamente podamos incursionar; que tampoco tenemos derecho a profesar visiones de la realidad en su conjunto, es decir, “ideologías”; y que, en fin, a lo más podemos preocuparnos de problemas estrictamente gremiales.
Estos planteamientos de Joaquín Lavín ocultan otras afirmaciones implícitas. A saber, 1)que si bien la política no es un ámbito de preocupaciones que legítimamente incumba pueblo, si lo de las elites (a las que él pertenece), modalidad a través de la cual el ministro defiende la existencia de un régimen político de corte oligárquico, y, en consecuencia, antidemocrático; y 2)que, al menos hoy, las únicas ideologías que legítimamente pueden circular por el espacio público son las de las elites en el poder, a las que, en todo caso, se las presenta como no ideologías, legitimándose así la existencia de un pensamiento único.
Cabe subrayar que esta visión radicalmente antidemocrática, y contraria al más elemental pluralismo ideológico, se sustenta en ciertos supuestos antropológicos que son propios de la ideología tradicionalista. Entre ellos en primer lugar hay que mencionar el supuesto según el cual el pueblo sería incapaz de elevarse al plano político y que, por lo mismo, su existencia y mentalidad discurriría exclusivamente en el plano de lo doméstico (“las cosas concretas”), de donde se deduce que la política no sería ni de su incumbencia ni de su interés. El pueblo sería aún menos capaz de acceder al pensamiento abstracto involucrado en las diversas visiones sobre el deber ser social, todo lo cual, nuevamente, sería privilegio exclusivo de las elites. Incluso más, estas limitaciones del pueblo –y esas capacidades de las elites- corresponderían al “orden natural” de las cosas, el cual, a su vez, representaría el “orden querido por Dios”.
Para este pensamiento si, pese a lo dicho, sectores del pueblo aparecieran en determinadas circunstancias trasgrediendo tales límites, -es decir, ingresando a la política y asumiendo ideologías- ello se debería a la acción conspirativa de soterrados grupos o sectas que le serían ajenas y que invariablemente pretenderían instrumentalizarlo en aras de objetivos perversos y, por tanto, ilegítimos, que la autoridad debería frustrar.
Es dentro esta lógica que la política y la ideología, asumidas por el pueblo, junto con serles ajenas, aparecen teñidas de ilegitimidad. Como se dijo, en estos casos el pueblo –hoy día los estudiantes- serían meros instrumentos de grupos “minoritarios” que pretenderían “instrumentalizar” sus demandas con el fin de alterar el único orden posible, que es el que defienden las elites en el poder. Cuando esta situación alcanza cierta magnitud, sería el deber de la autoridad aplicar la fuerza del Estado. De este modo queda justificada la violencia en contra de los disidentes, siempre criminalizados como “agitadores”, violentistas”, “políticos ideologizados”, etc. Fue precisamente con tal violencia que amenazó el ministro Lavín luego del paro del 30 de junio cuando dijo que ahora, agotado el diálogo ante la emergencia de la política y la ideología en el movimiento estudiantil, la autoridad tenía que poner orden. O sea, reprimir.
Los planteamientos del ministro Lavín arriba expuestos contradicen el constitucionalismo formal de nuestro país, cuya lógica (siempre formal) es la de la democracia representativa. En el plano estrictamente jurídico esos planteamientos del ministro atentan particularmente en contra del capítulo II de la Carta fundamental, que otorga la ciudadanía a todos los chilenos mayores de edad que estén inscritos en los registros electorales. ¿Y qué es la ciudadanía sino el derecho a ser partícipes de la política, a elegir y a ser elegido para los altos cargos estatales y debatir sobre los problemas nacionales desde la particular óptica ideológica que cada uno decida asumir? Esto es lo que precisamente el ministro nos niega.
Lo que, por tanto, el ministro Lavín no reconoce son nuestros derechos ciudadanos. Es decir, nuestro derecho, recogido por la Constitución, a la participación política profesando el pensamiento que cada cual desee. Como él no cree en estos derechos, pues su ideologismo no es otro que el “foráneo” tradicionalismo de Vásquez de Mella (que es también el de la UDI), se escandaliza de que el movimiento universitario en curso tenga un contenido político y que en su seno haya posturas ideológicas. Por eso es que lo que en cualquier país civilizado es considerado como el ejercicio de un indiscutible Derecho Humano, no lo es en éste, que se halla controlado por una oligarquía plutocrática oscurantista y sin alma (cuyos prohombres, como el ministro Lavín, integran en masa el Opus Dei, o en su defecto los Legionarios de Cristo, que siempre han sido críticos de la democracia representativa).
Como una adicional y palmaria muestra del ideologismo antidemocrático que venimos comentando, el ministro Lavín, el viernes primero de julio, inmediatamente después del paro nacional del 30, declaró: “aposté al diálogo hasta que los estudiantes rechazaron todas nuestras propuestas y se radicalizaron con demandas políticas e ideológicas que nada tienen que ver con la educación.” Y agregó: “Los estudiantes se pasaron de la raya al pedir reformas tributarias, Asamblea Constituyente y la nacionalización de las riquezas básicas, entre otras cosas.”
Nada más claro: una vez más para el ideologismo antidemocrático del ministro Lavín, tener “demandas políticas e ideológicas” (es decir, ejercer derechos contemplados en la Constitución) equivale a “pasarse de la raya”. Esa raya, evidentemente, es la que proscribe reservar con exclusividad la política y el pensamiento a la oligarquía dominante. Esa raya, en fin, es la que establece que la política y la ideología son un monopolio exclusivo de la oligarquía plutocrática y de los políticos que gobiernan para ella (y a los cuales financia). Esto es lo que los estudiantes habrían trasgredido al demandar reforma tributaria, nacionalización de las riquezas básicas, etc.
Lo anterior permite ver que el ministro Lavín estaría dispuesto a dialogar con los estudiantes sólo mientras estos se comporten como gremio, pero en ningún caso cuando se asuman como ciudadanos, que es la situación actual. Tal actitud del ministro constituye la materialización práctica del ideologismo tradicionalista de Vásquez de Mella, el cual distingue entre lo que denomina como “soberanía política” de lo que llama “soberanía social”. La primera es el derecho a gobernar, que corresponde en exclusiva a una monarquía que no responde ante nadie, como no sea ante Dios, siendo la encargada de poner en práctica el “bien común”. La segunda –la soberanía social- correspondería a los “cuerpos intermedios”, es decir, a los gremios, quienes podrían preocuparse de sus particulares problemas con plena autonomía, pero sin exceder sus límites corporativos y, por tanto, sin “pasarse de la raya”, o sea, sin tener derecho a intervenir en la política, la cual sería monopolio del Rey. Mantener separados estos dos planos –el social y el político- es vital para Vásquez de Mella. Como lo es también la exclusión del pluralismo ideológico (es decir, excluir a las distintas ideologías, obviamente, menos una: la gobernante, que para Vásquez de Mella era el catolicismo) pues de lo contrario, a su juicio, se destruirían las comunes bases espirituales de la nación, precipitándola al caos y la decadencia.
Este ideologismo, como se ve, niega el concepto de ciudadanía, hallándose, por lo mismo, en las antípodas de la moderna democracia representativa y de su filosofía política, que eleva el derecho a ser ciudadano a la categoría de Derecho Humano. No por casualidad en el documento que prologa a la Constitución francesa de 1791 se denomina Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Contra esta tradición histórica es que se levantó el tradicionalismo, de cuya modalidad española proviene Jaime Guzmán y sus discípulos de la UDI, entre ellos, el ministro Lavín.
¿Quién ha dicho algo en contra del escándalo representado por la negación que, desde las más negras tradiciones reaccionarias, ha hecho el ministro Lavín de las libertades ciudadanas? Nadie, con excepción del actual movimiento universitario, el cual ha hablado a través de su práctica. Él constituye uno de los pocos sujetos (junto a ciertos grupos de trabajadores) que, después de los dos decenios de abyecto sometimiento y alienación que nos han caracterizado como país, se ha atrevido a “pasarse de la raya”, marcando para los restantes chilenos un camino de dignidad y libertad.
1 comentario:
oOOOO BUEN COMENTARIO...DEJA CLARO VARIOS PUNTOS...
SOTO PEREZ
Publicar un comentario